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LA LEYENDA DEL CACIQUE
MURACHÍ Y LA INDIA TIBISAY:
Murachí era ágil y valeroso, mas que todos los indios de la tribu;
su brazo era el más fuerte, su flecha la más certera y su plumaje el
más vistoso. Cuando les tocaba el caracol en lo alto del cerro, sus
compañeros empuñaban las armas y le seguían, dando gritos salvajes
seguros de la victoria.
Murachí era el primer caudillo de las
Sierras Nevadas. Tibisay, su amada, era esbelta como la flexible
caña del maíz. De color trigueño, ojos grandes y melancólicos y
abundante cabello. Eran para ella los mejores lienzos del Mirripuy,
el oro más fino de Aricagua y el plumaje del ave más rara de la
montaña. |
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Ella había aprendido, mejor que sus
compañeras los cantos guerreros y las alabanzas del Ches. En los
convites y danzas dejaba oír su voz, hora dulce y cadenciosa, hora
arrebatada y vehemente, exaltada por la pasión salvaje.
Todos la oían en silencio, ni el
viento movía las hojas. Tibisay era la princesa de los indios de la
sierra, el liro más hermoso de las vegas del Mucujún. Un día salió
espantada de su choza y fue a presentase a Murachí, el amado de su
corazón. La comarca estaba en armas: los indios corrían de una parte
a otra, preparando las macanas y las flechas emponzoñadas. |
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"¡Huye, huye, Tibisay!, nosotros vamos
a combatir. Los terribles hijos de Zuhe han aparecido ya sobre
aquellos animales espantosos, más ligeros que la flecha: mañana será
invadido nuestros suelo y arrasadas nuestras siembras. ¡Huye, huye,
Tibisay! nosotros vamos a combatir; pero antes ven mi amada y danza
al son de los instrumentos, reanima nuestro valor con la melodía de
tus cantos y el recuerdo de nuestras hazañas".
La danza empezó en un claro bosque,
triste y monótona, como una fiesta de despedida, a la hora en que el
sol, enrojecido hacia el ocaso, esparcía por las verdes cumbres sus
últimos reflejos. Pronto brillaron las hogueras en el circulo del
campamento y empezaron a despertar con las libaciones del fermentado
maíz los corazones abatidos y los ímpetus salvajes.
Por todo el bosque resonaban ya los
gritos y algazara, cuando seso de pronto el ruido y enmudecieron
todos los labios. Tibisay apareció en medio del circulo, hermosa a
la luz fantástica de las hogueras, recogida la manta sobre le brazo,
con la mirada dulce y expresivo y el continente altivo. Lanzó tres
gritos graves y prolongados, que acompaño con su sonido el fotuto
sagrado, y luego extasió a los indios con la magia de su voz.
Oíd el canto de los guerreros del
Mucujún: "Corre veloz el viento; corre veloz el agua; corre veloz la
piedra que cae de la montaña".
"Corred guerreros; volad en contra del
enemigo; corred veloces como el viento, como el agua, como la piedra
que cae de la montaña".
"Fuerte es el árbol que resiste al
viento; fuerte es la roca que resiste al río, fuerte es la nieve de
nuestros páramos que resiste al sol".
"Pelead guerreros, pelead, valientes,
mostraos fuertes, como los árboles, como las rocas, como las nieves
de la montaña".
"Este es el canto de los guerreros del
Mucujún".
Un grito unánime de bélico entusiasmo
respondió a los bellos cantos de Tibisay. Concluida la danza,
Murachí acompañó a Tibisay por entre la arboleda sombría. No había
ya más luminarias que las estrellas titilantes en el cielo y las
irradiaciones intermitentes del lejano catatumbo. Ambos caminaban en
silencio con el dolor de la despedida en la mitad del alba y
temeroso de pronunciar la postrera palabra ¡adiós!.
Hay un punto en que los ríos Milla y
Albarregas corren muy juntos casi en su origen. Los cerros ofrecen
allí dos aberturas, a corta distancia una de otra, por donde los dos
ríos se precipitan, siguiendo cañadas distintas para juntarse de
nuevo y confundirse en uno solo, frente a los pintorescos campos de
Liria, besando ya las plantas de la ciudad florecida, la histórica
Mérida. En aquel punto solitario encubierto por los estribos de la
serranía que casi lo rodean en anfiteatro, Murachí tenía su choza y
su labranza.
"¡Tibisay!", dijo a su amada el
guerrero altivo, "nuestras bodas serán mi premio si vuelvo
triunfante; pero si me matan, huye Tibisay, ocúltate en el monte,
que no fije en ti sus miradas el extranjero, porque serias su
esclava".
El viento frío de la madrugada llevo
muy lejos a los oídos de Murachí los tristes lamentos de la
infortunada india, a quien dejaba en aquel apartado sitio, dueña ya
de su choza y su labranza. Cuando la primera luz del alba coloreo el
horizonte, por encima de los diamantinos picachos de la Sierra
Nevada resonó grave y monótono el caracol salvaje por el fondo de
los barrancos que sirven de foso profundos a la altiplanicie de
Mérida. Los indios, organizados en escuadrones, estaban apercibidos
para el combate.
Pronto se diviso a lo lejos un bulto
uniforme que avanzaba por la planicie, el cual fue entendiéndose y
tomando formas tan extraordinarias a los ojos de los indios que el
pánico paralizó sus movimientos por algunos instantes, pero a la voz
del caudillo, la turba se precipita como desbordado torrente
prorrumpiendo en gritos horribles y llenando el aire con sus
emponzoñadas flechas. Murachí iba a la cabeza, blandiendo en alto la
terrible macana y transfigurando el rostro por el furor.
Súbita detonación detiene a los
indios: palidecen todos llenos de espanto; se estrechan unos contra
otros, dando alaridos de impotencia; y bien pronto se dispersan,
buscando salvación en los bordes de los barrancos, por donde
desaparecen en tropel.
Sólo Murachí rompe su macana en la
armadura del que fuera conquistador, sólo el bravo Murachí ve de
cerca aquellos animales espantosos que ayudaban a sus enemigos en la
batalla, pero también sólo él ha quedado tendido en el campo, muerto
bajo el casco de los caballos.
El clarin castellano tocó victoria y
la tierra toda quedo bajo el dominio del Rey de España. Cerca de las
márgenes del apacible Milla, en aquel sitio apartado y triste,
abrióse un hoyo al pie de la peña para sepultar a Murachí, con sus
armas, sus alhajas y las ramas olorosas que Tibisay cortó en el
bosque para la tumba de su amada.
Tibisay vivió desde entonces sola con
su dolor y sus recuerdos en aquella choza querida. Sus cantos fueron
en adelante tristes como los de la alondra herida. Los indios
admiraban con cierto sentimiento de religioso cariño y la colmaban
de presentes. Era para ellos un símbolo de su antigua libertad y al
mismo tiempo un oráculo que consultaban sigilosos. Ya los españoles
señoreaban la tierra y gobernaban a los indios. Sólo Tibisay vivía
libre en la gargabta de aquellos montes o entre las selvas de sus
contornos, pero era un misterio su vida, algo como un mito de los
aborígenes, que atraía a los españoles con el fantástico poder de
las ficciones poeticas.
Ningún conquistador había logrado
verla todavía, sin embrago, nadie ponía en duda su existencia.
Decíanles los indios que era una princesa muy hermosa, viuda de un
guerrero afamado, a quien había prometido vivir escondida en los
montes mientras hubiese extranjeros en sus nativas Sierras.
Era un encanto la voz de la fugitiva,
que los cazadores oían de vez en cuando por aquellos agrestes
sitios, como el eco de una música triste que hería en la mitad del
alma y hacia saltar las lagrimas. En sus labios el dialecto muisca,
su legua nativa, sonaba dulce y melodioso y no era menester
entenderlo para sentirse conmovido el corazón.
Fuente: Revista El Cojo
Ilustrado, No. 148, Caracas, 15 de febrero de 1898 / Biblioteca
Popular Turismo Andino, Tomo 5
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