LEYENDA DE
LAS CINCO ÁGUILAS BLANCAS
Leyenda
desentrañada por Tulio Febres Cordero
Publicada en el periódico Merideño EL LÁPIZ del 10/07/1895
Cinco
águilas blancas volaban un día por el azul del firmamento; cinco águilas
blancas enormes, cuyos cuerpos resplandecientes producían sombras
errantes sobre los cerros y montañas.
¿Venían del Norte? ¿Venían del Sur? La tradición indígena sólo dice que
las cinco águilas blancas vinieron del cielo estrellado en una época muy
remota.
Eran aquellos días de Caribay, el genio de los bosques aromáticos,
primera mujer entre los indios Mirripuyes, habitantes de Ande empinado.
Era la hija del ardiente Zuhé y la pálida Chía; remedaba el canto de los
pájaros, corría ligera sobre el césped como el agua cristalina, y jugaba
como el viento con las flores y los árboles.
Caribay vio volar por el cielo las enormes águilas blancas, cuyas plumas
brillaban a la luz del sol como láminas de plata, y quiso adornar su
coraza con tan raro y espléndido plumaje. Corrió son descanso tras las
sombras errantes que las aves dibujaban en el suelo; salvó los profundos
valles; subió a un monte y otro monte; llegó, al fin, fatigada a la
cumbre solitaria de las montañas andinas. Las pampas, lejanas e
inmensas, se divisaban por un lado; y por el otro, una escala ciclópea,
jaspeaba de gris y esmeralda, la escala que formaban los montes, iba por
onda azul del Coquivacoa.
Las águilas blancas se levantaron, perpendicularmente sobre aquella
altura hasta perderse en el espacio. No se dibujaron más sus sombras
sobre la tierra.
Entonces Caribay pasó de un risco a otro por las escarpadas sierras,
regando el suelo con sus lagrimas. Invoco a Zuhé, el astro rey, y el
viento se llevó sus voces. Las águilas se habían perdido de vista, y el
sol se hundía ya en el Ocaso.
Aterida de frío, volvió sus ojos al Oriente, e invocó a Chía, la pálida
luna; y al punto detúvose el viento para hacer silencio. Brillaron las
estrellas, y un vago resplandor en forma de semicírculo se dibujó en el
horizonte.
Caribay rompió el augusto silencio de los páramos con un grito de
admiración. La luna habia aparecido, y en torno de ella volaban las
cinco águilas blancas refulgentes y fantásticas. Y en tanto que las
águilas descendían majestuosamente, el genio de los bosques aromáticos,
la india mitológica de los Andes moduló dulcemente sobre la altura su
selvático cantar.
Las misteriosas aves revolotearon por encima de las crestas desnudas de
la cordillera, y se sentaron al fin, cada una sobre un risco, clavando
sus garras en la viva roca; y se quedaron inmóviles, silenciosas, con
las cabezas vueltas hacia el Norte, extendidas las gigantescas alas en
actitud de remontarse nuevamente al firmamento azul.
Caribay quería adornar su coroza con aquel plumaje raro y espléndido, y
corrió hacia ellas para arrancarles las codiciadas plumas, pero un frío
glacial entumeció sus manos: las águilas estaban petrificadas,
convertidas en cinco masas enormes de hielo.
Caribay da un grito de espanto y huye despavorida. Las águilas blancas
eran un misterio, pero no un misterio pavoroso. La luna oscurece de
pronto, golpea el huracán con siniestro ruido los desnudos peñascos, y
las águilas blancas se despiertan.
Erizanse furiosas, y a medida que sacuden sus monstruosas alas el suelo
se cubre de copos de nieve y la montaña toda se engalana con el plumaje
blanco.
Este es el origen fabuloso de las Sierras Nevadas de Mérida.
Las cinco águilas blancas de las tradición indígena son los cinco
elevados riscos siempre cubiertos de nieve.
Las grandes y tempestuosas nevadas son el furiosas despertar de las
águilas; y el silbido del viento en esos días de páramo, es el remedo
del canto triste y monótono de Caribay, y el mito hermoso de los Andes
de Venezuela.
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